Hace muchísimos años un anciano muy sabio paseaba despacito por un sendero que conducía a la pequeña aldea donde vivía. Iba cargado con un saco, y entre el peso y tanto andar, empezó a notar que sus piernas estaban cansadas y necesitaba reponer fuerzas.
Descubrió una arboleda donde daba la sombra y decidió que ese era el lugar adecuado para hacer un alto en el camino. Buscó el árbol más frondoso, puso una esterilla a sus pies, se sentó en ella, y para estar más cómodo apoyó la espalda en el tronco ¡Descansar un rato le vendría muy bien!
Casualmente pasó por allí un joven campesino.
– ¡Buenas tardes, señor!
El anciano le dedicó una sonrisa e hizo un gesto con la mano derecha para que se sentase a su lado.
– Si quieres descansar tú también, compartiremos la esterilla y nos haremos compañía.
El chico aceptó la invitación y los dos se pusieron a charlar. Después de una hora de animada conversación, el joven, de forma inesperada, le confesó una pena que llevaba muy dentro del corazón.
– Estamos aquí, riendo y pasando un rato agradable… Seguro que usted piensa que soy un hombre feliz, pero las apariencias engañan: mi vida es un desastre y me siento muy desdichado.
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