En
el régimen feudal prevalecieron los vínculos de orden personal, desapareciendo
tanto la delimitación estricta del territorio como la noción de interés
general. El poder central era legítimo pero débil y los jefes locales fuertes,
al punto que éstos ejercían atributos propios del príncipe, como administrar
justicia, recaudar impuestos, acuñar moneda y reclutar ejércitos.
Y,
finalmente, el estado moderno incorpora a la legitimidad, heredada del feudal,
la noción de soberanía, un concepto revolucionario, tal como señala Jacques
Huntzinger,6 quien atribuye el paso histórico de una sociedad desagregada y
desmigajada, pero cimentada en la religión, a una sociedad de estados
organizados e independientes unos de otros.
Pero,
este estado moderno, surgido de la aspiración de los reyes a desembarazarse de
los lazos feudales y de la jerarquía eclesiástica, el estado – nación, la unión
de un poder central, un territorio y una población alrededor del concepto
revolucionario de la soberanía, habría de conocer dos formas, dos definiciones
diferentes, la primera, el estado principesco y la segunda, el estado
democrático.
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