A la Madre Naturaleza se le encogió el corazón. Era
duro pensar que había ayudado a todos los pájaros del mundo menos a uno y
se sentía fatal ¿Qué podía hacer para solucionarlo?
De pronto, se le iluminaron los ojos. En la paleta
de colores, quedaba una gotita amarilla de pintura que le había sobrado de
pintar al canario. Se agachó, acarició la cabecita del gorrión y le dijo con su
dulce voz:
– Levántate, amigo. Sólo me queda una gota
amarilla, pero es para ti ¿Dónde quieres que te la ponga?
El gorrión se incorporó, se frotó los ojillos para
enjugar sus lágrimas, y una enorme emoción recorrió su cuerpo.
– ¡Aquí, señora, en el pico!
La Madre Naturaleza acercó un pincel redondo a su
carita y dejó caer con suavidad la pizca de pintura en el piquito, tal como era
su deseo. El gorrión, batiendo las alas a toda velocidad, se acercó a una
charca para mirarse y se volvió loco de contento al ver lo bien que le quedaba.
Todo el bosque estalló en aplausos de alegría. La Madre Naturaleza, por fin se
despidió.
– Me voy, pero si algún día volvéis a necesitar mi
ayuda, contad conmigo ¡Hasta siempre, queridos míos!
Desde ese lejano día, los bosques no volvieron a
ser los mismos, pues se llenaron de aves de colores y de muchos gorriones que
lucen una motita amarilla en su carita ¡Fíjate bien la próxima vez que veas
uno!
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